Y esta estética se justifica por la propia ambientación del cortometraje, a mediados el s. XX en Nueva York. Encontramos los motivos estéticos que frecuentaban la época, como los trenes y rascacielos geométricos, el traje riguroso y el trabajo de oficinista: el estilo de vida americano que emanaba la ciudad de Nueva York en tal época. Un ambiente en el que Billy Wilder ubicó su magnífica The Appartment (El apartamento), aunque de una forma más sarcástica y realista, ironizando sobre estas presuntas claves del éxito, que reducen al ser humano a un número.
Se cuela a través de la ironía algún elemento crítico, como el oficinista-número, siempre sometido a las irracionales órdenes del jefe, y la incomunicación de la ciudad de masas. Una incomunicación que separa a los amantes, pues la ciudad de masas imprime el tiempo del trabajo, con su ritmo industrial y la implacable marcha de las agujas del reloj. El tiempo urbano impide el contacto humano, bloquea la relación amorosa, de modo que esa fugaz visión en la estación de trenes queda segada por la urgencia del sistema de transportes.
Y esta incomunicación vuelve a emerger en el motivo del rascacielos: los dos personajes, separados por una calle, ven imposible, por su trabajo, establecer una conversación directa. Y, para mostrar esta incomunicación, el film se sirve de las composiciones de Edward Hopper, sin duda el gran pintor de la soledad en la gran urbe, y que tan bien retrató la ciudad transparente, esta ciudad de rascacielos con ventanales que muestra, sin complejos, la intimidad hacia los ojos de la alteridad. El trabajo íntimo emana al afuera, y lo privado se disuelve en lo público: es la nueva forma de vigilancia. Además, permite el placer del voyeur. Por ello, hay múltiples composiciones que, por época y significación, son reproducciones conceptuales de las obras de Edward Hopper.
Sólo el gesto poético de construir aviones de papel y lanzarlos de ventana a ventana podría salvarlos. Pero, como ocurre en todo relato urbano, los objetos tienen una significación clave, pues ante la temporalidad de choque que impone el ritmo de la ciudad, el objeto puede preservar parte de nuestra subjetividad. Así, Paperman juega con este elemento: el objeto como símbolo, la carta con el beso estampado de la joven, y toda la subjetividad y memoria que reside en ella estalla en un vendaval para volver a reunirlos. Porque los objetos, al fin y al cabo, son una proyección de nuestra psique, y recogen el tiempo que hemos vivido. Así se encuentra un refugio de humanidad en la incomunicación del centro urbano.
Fuente: http://extracine.com/2013/01/paperman-el-cortometraje-de-disney-que-acompano-a-wreck-it-ralph
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