“Ahora estoy sentado en una habitación, otra vez en la Argentina. Es un adormecido barrio de Buenos Aires llamado Banfield, en la casa de la abuela de mi novia. Me estoy escondiendo otra vez porque me siento triste y sé que voy a deprimir a cualquiera que me vea. Hago algo estúpido y dejo que un perro merodee por acá, creyendo que me va a levantar el ánimo. Lo encontré en la entrada, y ya lo bauticé Ramon. Es un perro callejero, gordo y viejo; es evidente que peleó con otro perro y tiene una pata medio herida. Yo tengo la cabeza medio herida. Me peleé con un fan de los Ramones. Nos reunimos con la abuela de Bárbara y sus dos hermanas en el aeropuerto. Nos ubicaron en la pieza de la hermana de Bárbara, ella terminó durmiendo en el living. Se puso todo un poco tenso. Creo que saqué de quicio a todos, y aquí estoy otra vez sentado en una habitación, solo, escribiendo. Cuando intento salir a caminar, el mundo se vuelve demasiado intenso para mí. Me hace retroceder. Me siento vulnerable, fuera de lugar, mal recibido en todos lados. Me siento una mierda, como se sentiría un criminal, excepto que yo no soy un criminal. En este momento, Ramon, el perro al que dejé pasar, se levanta y sale de la pieza. Ramon tenía que seguir su camino. Lo dejé entrar. Me hubiera gustado que apreciara el gesto. Sé que Ramon es sólo un perro viejo y maltratado, sé que no podría saber lo que está pasando, pero igual me molesta. Vos, gordo de mierda, murmuro mientras sale por la puerta. Lo que más necesitaba era una visa para Bárbara, así podíamos ir a Estados Unidos, donde estaríamos mejor los dos. Pero eso llevó otro año de intentos. Fue difícil. Ella era menor de edad y tenía pasaporte argentino. Sus padres no nos ayudaban. La Argentina es como un desvío del tiempo. Me recuerda a cuando Estados Unidos era un país lindo en el que vivir. Aunque todo es más duro en la Argentina, la gente aquí es más amable que en la mayoría de los lugares. El smog es tan abundante que te corta los pulmones. Los colectiveros salen a matar. Tratan de empujar a la gente fuera del camino con sus grandes micros malolientes. Es una locura. Los exhaustos caños de escape emanan nubes de humo negro que se meten en las ventanillas abiertas de los demás coches. Todos tienen las ventanillas abiertas porque nadie tiene aire acondicionado. Los autos acá son todos viejos y están hechos mierda, pero tienen mucho soul. Mucha onda. El problema es que me cuesta mucho conseguir dinero para vivir en la Argentina. Mi contador, Ira, solía mandarme dinero a través de la Western Union de Córdoba y Suipacha. El viaje en taxi para llegar hasta ahí era siempre una pesadilla. Ante todo, hacía calor. Mucho, mucho calor. El taxista me empieza a hablar en español, sin parar, acerca de los Ramones. No le entiendo una palabra. Cada tanto le murmuro un “sí”. Trato de mantener la calma, pero como el conductor se da vuelta para conversarme y sus ojos nunca se posan en el camino, miro fijo el parabrisas tratando de guiar al taxi a través del tráfico, asegurándome de que no nos hagamos
mierda, puesto que tengo que conseguir la plata. Los paragolpes de los autos van pegados. Frenada y arranque. Excéntricos conductores latinos enfurecidos. Es como en una película. Cuando llego a Western Union, entro corriendo y salgo con seis billetes de 100 pesos. Me subo de vuelta al taxi y enfilo para Banfield, en las afueras de Buenos Aires, mi actual domicilio. Debería estar contento, pero nunca consigo estar en paz. Mientras avanzamos, las noticias de la radio dicen que los Ramones darán su último show en Buenos Aires el 16 de marzo. Iggy también será de la partida. Siempre hay algo que lo arruina todo. En este momento es la estación Rock & Pop. Están publicitando sin parar el show de Iggy y los Ramones. Después hay un aviso de que Attack 77 (sic) fue agregado para el show. Esto es verdaderamente horrible. No estoy de ánimo como para ver a Attack77 o la estúpida cara de Iggy, ni tampoco las estúpidas caras de John, Joey y Marky. Tan pronto como llego a casa apago la Rock & Pop, que Bárbara tenía puesta a todo volumen en un boom box de Panasonic. Qué día de mierda. Los Ramones estarán merodeando para un reencuentro. Qué largo se hizo todo. Empezaba a resultar obvio que yo estaba obligado a tocar en la despedida de los Ramones. Todo el mundo en el barrio empezó a acosarme para que le diera entradas. Para mantener la calma, tuve que sacar mi guitarra y tocar algunas canciones de los Ramones en la vereda. Para mí fue horrible. Estaba muy desmoralizado. Cuando los Ramones llegaron al Buenos Aires International para su último show, yo deseaba estar muerto. Terminé prometiéndole a la gente que le conseguiría entradas gratis. Llamé nueve veces a la Rock & Pop, al promotor de los Ramones en Buenos Aires. Hablé con un par de personas. No podían prometerme nada, excepto que me devolverían el llamado. Nunca lo hicieron, así que supuse que no iría al concierto. El hecho de haber llamado a la Rock & Pop nueve veces y que ellos fueran tan descorteses me hizo sentir que el mundo entero estaba en contra mía. ¿Qué más podía pensar? Bueno, igual supuse que sería muy desalentador ver a los fans de Dee Dee Ramone escupiendo a CJ en lugar de a mí, y ver al público haciéndosela pasar mal a Johnny Ramone, esperando a que CJ cometa un error para que Johnny se pusiera aún más furioso. Había mucha furia alrededor del show, aun antes de que ocurriera. Hubo un caos en el centro de Buenos Aires cuando los ganadores de un concurso de entradas fueron inexplicablemente ignorados por el promotor del concierto. Ninguno de ellos obtuvo su entrada gratuita, y después de que pasaran la noche haciendo cola para recibirla, se enfurecieron. Después de eso, no me dio ninguna gana de ir. Lo vi todo. Había ido a Western Union a buscar algo de dinero y me quedaba de camino en el trayecto hasta Dunkin’ Donuts, donde compraría seis tickets para las hermanas de Bárbara, Sofía y Rocío, y sus amigos. El hecho de tener que comprar seis entradas para los Ramones me hizo sentir raro, y no sabía que estarían repartiendo entradas al lado, en el edificio de Coca-Cola. Para cuando la policía llegó para despejar la zona, todas las vidrieras de los negocios estaban rotas. Más tarde, el revuelo fue reportado por MTV. Entonces, Monte finalmente me llamó. Después de eso tuve que hablar por teléfono con Johnny Ramone. “No sé cómo nos quedamos atascados haciendo la gira con Metallica, Dee Dee”, me decía. “Estoy medio loco. Todo el mundo explotó. Arturo se quedó mal por algo que ocurrió justo antes de que saliéramos de Brasil. Fue una pesadilla. Me gustaría que vinieras al show. Nos gustaría verte.” “Bueno”, dije. Me sentí horrible después de cortar. Además de mis problemas, sentí pena por John y el resto de los Ramones. Llegué a su hotel a las cinco, la hora que Monte había arreglado para verme. La banda y yo íbamos a tocar juntos “53rd & 3rd”. Iríamos a ensayar la canción a la prueba de sonido, después iríamos a cenar y a pasar un rato juntos. Me sonaba bien. Lo que ellos no sabían es que desde hacía un par de días yo me la pasaba intentando entrar a la Embajada de Estados Unidos para tramitar una visa para Bárbara, así la podía llevar a Nueva York. Empecé mi día a las cinco de la mañana, porque tenía que hacer la cola en la embajada, que abría a las seis. Debo estar loco. No lo sé. Seré cualquier cosa, menos un buen perdedor. Peleo hasta el final por lo que quiero. La gente siempre comenta sobre mí: “Oh, Dee Dee, siempre se sale con la suya”. El día del show de los Ramones, lo primero que hice fue ir a la embajada. Ya había mucha gente.
Dee Dee y su novia Barbara.
Caminé por la vereda, bordeando la cola unpar de veces, pero estaba muy nervioso. Me dirigí al guardia de seguridad, que estaba en la puerta de una entrada con aspecto de búnker. “Quiero entrar y conseguir una visa”, le solicité. Cuando estuve en el segundo cordón policial, traté de sobornarlos con 300 pesos, pero no aceptaron. “Ya no hacemos eso, señor”, dijeron. Lo que me hizo conseguir la visa fue gritar, como me había recomendado mi madre. Debería haber hecho una fiesta para celebrarlo, pero tenía al taxi esperándome para llevarme al hotel Hyatt y reunirme con los Ramones. El taxista no paró debido a la multitud. Yo tuve que abrir la puerta y saltar fuera del coche. Le pagué después, cuando volví a Banfield. Bárbara, que se suponía no iba a venir, estaba detrás mío. Era demasiado. La entrada al hotel estaba vallada. Había policías por todas partes. Fans por todas partes. Los promotores estaban fuera del hotel. Me vieron y me dedicaron una mirada antipática. Así y todo, intenté atraer su atención. “Soy Dee Dee”, grité. “Soy yo.” Todos los fans de los Ramones empezaron a asentir, y a gritar: “Es Dee Dee, es Dee Dee. Déjenlo entrar”. Pero a la vez ellos me alejaban de la puerta y me pedían autógrafos y fotos. Los policías me miraban con odio. Todo el mundo me empezó a zamarrear. Era como un maremoto viniéndoseme encima. De casualidad lo vi a Marky. Traté de llamar su atención. “¡Marky, ayudame!”, grité. Simuló no verme. Se escondía detrás de sus anteojos oscuros estilo Elvis. Había tejido una red de odio alrededor suyo. Con su campera de cuero negra de motociclista y su piel pálida, se parecía tanto al Marky Ramone original que era irreal. Estaba parado fuera del hotel, protegido de los fans por el cordón policial. Cuando los fans de los Ramones lo vieron, flashearon. Yo estaba ahí afuera, solo. Era obvio que Monte había arreglado que firmaran autógrafos a la misma hora que me pidió que estuviera en el hotel. Tuve que pelear por mi vida. Fue horrible. De alguna manera, logré llevar a Bárbara y a mí entre los guardias de seguridad, la policía y los fans. Estaba esquivando el filo de lápices y lapiceras de buscadores de autógrafos que pasaban frente a mis ojos cuando alguien me pateó en la canilla. Cuando finalmente entré al lobby del hotel, estaba sacado. Marky fue la primera persona que vi. “Te odio”, grité. “Me viste, y no me hiciste pasar.” “No es cierto. No te vi. Dee Dee, payaso. Dame un beso. Te queremos.” Esto es una mierda, pensé. Monte estaba ahí. Se lo veía desbordado. Era triste verlo así. Mark estaba tratando de sonreír. Era esa sonrisa practicada estilo Hollywood que me hace poner más loco cuando la veo en la cara loca de Marc. Yo estaba perdiendo los estribos. Está tan demente como Monte, pensé. Lo vi a Johhny Ramone y no lo pude creer. Esto es serio, pensé. Se lo veía muy, muy mal. Realmente terrible. Muy quemado. Me sentí horrible por lo que estaba viendo. Esto no está bien. Estaba preocupado por Johnny Ramone del mismo modo en que estaba preocupado por Brian James unos pocos años atrás, cuando hizo la última gira con Damned. Pero pronto empecé a ordenar ideas y me sentí mejor. Esto es genial, pensé. Bárbara y yo terminamos cenando con ellos en el área lounge del hotel. Unos pocos fans privilegiados me acosaban mientras yo intentaba comer y hablar con un deteriorado Joey. “Dee Dee”, me dijo Marc. “¿Qué pediste?” “Ya sabés, Marc”, respondí. “Un sandwich de carne y sopa francesa de cebollas. Las cosas más caras del menú; ya sabés, Marc, trato de sacarle el mayor provecho a todo esto.” “Sé a lo que te referís, hermano”, me aseguró amorosamente. Sabía que debajo de su calma, Marc planeaba secretamente un regreso. Me hizo sentir bien. Cómo podía detestar a ese tipo, pensé. Después de la cena, fui a la prueba de sonido en la van junto al promotor y el resto de la banda, excepto Johnny Ramone, que era demasiado miserable como para estar con Joey y Marc, así que fue solo en un auto con Eddie Vedder y sus amigos. Cuando llegaron al estadio en el que tocarían para 90 mil personas, todo estaba listo. Tomaron sus posiciones y empezaron a probar. El grupo podía impresionar a otras personas, pero no a mí. Eran buenos, pero ya no tenían onda. Johnny Ramone parecía más un tenista que un guitarrista, ¿saben? Al final, no me quedé para el show. No había recibido precisamente un trato privilegiado por parte de los Ramones, sus fans y la Rock & Pop. Traté de ser bueno en una situación mala, ser leal después de todos los agravios que había sufrido. Pero no funcionó. Que se jodan, pensé. En el camino de vuelta al hotel, en un semáforo en rojo, abrí la puerta de la van y salté. Paré un taxi y antes de que entendieran qué estaba pasando, yo iba de regreso a Banfield, a la casa de la abuela de Bárbara. Sus hermanas, Sofía y Rocío, estaba peleando tan amargamente para decidir quién iba con quién con los cuatro tickets que les había dado, que les di los dos que me había dado Rock & Pop para conservar la paz. Así que no fui al show. Lo escuché por radio en la cocina, tamborileando nerviosamente los dedos contra la mesa de linóleo. Sentía que no había excusa para la manera en que me habían tratado. Era bastante irrespetuoso pedirme que fuera a tocar una canción con ellos, arreglar una hora para encontrarnos, y después no hacerse cargo de lo que pasara conmigo afuera del hotel. Muchos incidentes de esta clase me amargaron respecto de los fans y de los Ramones. Hubo tanto alboroto alrededor de un posible documental sobre el último show de los Ramones que los dejé hacer: les pasé mi número de teléfono y dije que estaría disponible. De alguna manera sabía que nunca sucedería. Una historia de los Ramones no puede tener final feliz. Me alegra que se haya terminado, aunque algo de todo eso haya sido divertido. Me parece que los Ramones no deberían tocar más juntos. No lo digo sin pensarlo: en verdad me preocupo por ellos, y por mí mismo. Les deseo buena suerte a todos los de la banda. A causa de nuestra relación, estamos todos lastimados. Nos herimos el uno al otro. Mi libro cuenta la historia. Es una historia que me alegra haber contado. “